Jorge Fernández León, coordinador del módulo "La cooperación de la cultura con otros sectores" del Seminario de Cooperación Cultural, nos ofrece un amplio texto en el que, de manera exhaustiva, identifica algunos de los problemas actuales dentro del escenario de las políticas culturales y propone líneas a seguir para la construcción de una agenda cultural que contemple esta nueva realidad cambiante en la que nos encontramos inmersos.
EL DERECHO A LA
CONVERSACIÓN.
Los derechos
culturales en tiempos revueltos. Notas
de trabajo(1).
Jorge
Fernández León.
El
origen de estas líneas es la duda y la preocupación. Y las conclusiones, seguramente
poco alentadoras, aunque no desesperanzadas, tienen que ver con la reflexión,
tras las evidentes constataciones, de que para mucha gente preocupada por el
derecho a la cultura y su traducción en estrategias, planes y prácticas, está
pendiente una agenda que contemple la realidad nueva del escenario complejo en
el que se moverán en España, en los próximos años, las políticas culturales.
Constataciones reafirmadas además tras seguir, ver y oír los comentarios sobre
los programas y debates de algunos de los últimos encuentros profesionales
nacionales del sector (el caso de Pública
II en Madrid, como ejemplo más reciente). Y que, para la elaboración de esa
agenda pendiente, será necesario echar mano de procedimientos que contemplen
con apasionamiento y rigor el estado de las cosas, reduzcan su complejidad a
términos compartibles y propongan maneras de abordar, con miradas nuevas, una
lectura de la realidad y un camino para mejorarla.
Estas
líneas son pues, al tiempo, aluvión de preguntas y expresión de una convicción:
La de que si queremos afrontar a tiempo el verdadero problema de la
legitimación de las políticas de derechos culturales que se han ido
estableciendo en las últimas tres década en España, las públicas de las
administraciones y las públicas de la comunidad, deberemos saber si no serían
necesarios y urgentes cambios estructurales que afecten tanto a nuestras
maneras de comprender y aprehender esa complejidad, como a las formas de
afrontar las tareas que permitan que ese proceso de legitimación encuentre
espacio entre las estrategias de cambio global, que atravesarán la vida cívica
en el futuro inmediato.
Y
que, además, si buscamos que la tarea principal de esas políticas colabore
sustancialmente a la profundización de los procesos democráticos, no podemos
aceptar que sus enunciados y prácticas estén presididos por principios
decididamente conservadores, y por la aceptación de las reglas que las grandes
operaciones de coerción y disciplina del
pensamiento ciudadano vienen estableciendo en este campo. Como señalaban en su
documento ‘Deslumbrados por la democracia’ (2)los miembros del colectivo Fundación
de Realidades Avanzadas hace unos años, no es fácil de soportar la idea que un
político español en activo, Aleix Vidal Cuadras, expresaba netamente, cuando
afirmaba: “El espacio es de todos. No se
puede pisar”
Mi
preocupación es, creo, compartida por quienes tienen ocasión de percibir de
forma global el desarrollo de la complejidad en la gobernanza mundial y sus
efectos en el campo de la cultura. Esta (larga) cita que incluyo a continuación
de un difundido trabajo de Jordi Pascual (3) destila una sensación muy similar
a la que resulta de cualquier reflexión independiente en torno a lo que está
ocurriendo en nuestro país en los últimos años. Incluso antes de que la crisis
y el miedo permitieran a muchos Gobiernos locales españoles detener abruptamente
cualquier signo de avance hacia una cultura transversal y esencialmente
transformadora, con el pretexto de los “necesarios recortes para preservar el
estado de bienestar”, como se describe ásperamente por sus ejecutores.
Dice
el texto que “Por lo tanto, no debe
sorprender que exista un miedo a que la cultura pueda perder su autonomía y el
contenido crítico que constituye su propia esencia. Un ejemplo de este miedo a
su instrumentalización es el texto European
Cultural Policies 2015. A
Report with Scenarios on the Future of Public Funding for Contemporary Art in
Europe, de iaspis & eipcp [2005]. Hay
miedo a “atontar” la cultura en una aplastante societé du spectacle (Guy
Débord) que esconde la desigualdad y utiliza la cultura como el “ultimo
recurso” (George Yúdice), que nos invita a “divertirnos hasta la muerte” (Neil
Postman).Algunas estrategias culturales elaboradas por ciudades europeas
durante la última década siguen este paradigma de instrumentalización; por
supuesto estas estrategias no utilizan esta peligrosa palabra, pero un análisis
de los programas y las acciones que priorizan, o una evaluación de las acciones
implementadas (varios años después, si es que llegaron a llevarse a cabo) a
menudo muestra el éxito de este paradigma, a costa de otros programas que
pudieran promover el acceso a la cultura y la participación cultural. Los
derechos humanos raramente se tienen en cuenta cuando una ciudad elabora una
estrategia cultural.” (Pág.12)
Desde
este punto de partida, mis apuntes para conversar no incluyen la totalidad de
los campos de la meseta o plano del trabajo cultural, ni están estructurados
conforme a proceso previo alguno, sino que solo reflejan mi experiencia autocrítica. Vamos con ellas.
1.
Un problema del país:
La financiación de lo local y sus crisis afectará profundamente a la
continuidad de las prácticas culturales de las instituciones locales en los
próximos años. Un problema de ciudad y un problema de cultura: Desde
donde partir. ¿redes de ciudades o redes de ciudadanía? El desafío de la
ciudadanía cultural de la próxima década.
Son infinidad el número de proyectos culturales de distinta dimensión y rigor los que están hoy en peligro de desaparición. Muchos de ellos en el ámbito local. La mayoría de las situaciones críticas responde a la debilidad del posicionamiento de esos proyectos en su propio entorno. Y en los debates sobre su supervivencia ninguno de los argumentos relativos a los derechos culturales de las comunidades, a los valores transformadores que teóricamente conllevan o a la viabilidad económica real de los mismos está siendo utilizado como base de defensa. La ciudadanía local, invadida por el miedo a la pérdida de valores más urgentes que los simbólicos que representa sobre todo la cultura, no reacciona salvo en casos excepcionales, para mostrar su simpatía en favor de la continuidad de los mismos. Bastantes de entre ellos están seguramente participando en red con otros proyectos similares en otras ciudades y su capacidad para desarrollar partenariados está suficientemente demostrada. Pero su sostén, basado en esas redes institucionales, se tambalea como su prestigio, al no haber establecido en su entorno un diálogo suficientemente comprometedor con la civilidad más próxima.
Son infinidad el número de proyectos culturales de distinta dimensión y rigor los que están hoy en peligro de desaparición. Muchos de ellos en el ámbito local. La mayoría de las situaciones críticas responde a la debilidad del posicionamiento de esos proyectos en su propio entorno. Y en los debates sobre su supervivencia ninguno de los argumentos relativos a los derechos culturales de las comunidades, a los valores transformadores que teóricamente conllevan o a la viabilidad económica real de los mismos está siendo utilizado como base de defensa. La ciudadanía local, invadida por el miedo a la pérdida de valores más urgentes que los simbólicos que representa sobre todo la cultura, no reacciona salvo en casos excepcionales, para mostrar su simpatía en favor de la continuidad de los mismos. Bastantes de entre ellos están seguramente participando en red con otros proyectos similares en otras ciudades y su capacidad para desarrollar partenariados está suficientemente demostrada. Pero su sostén, basado en esas redes institucionales, se tambalea como su prestigio, al no haber establecido en su entorno un diálogo suficientemente comprometedor con la civilidad más próxima.
Puede que, en el caso de la
cultura, al menos, sea urgente debatir si no será necesaria para la
supervivencia la constitución de redes de ciudadanía que amplíen la defensa de
esos programas, en la medida en que sus contenidos apunten netamente a la
consecución de derechos democráticos básicos percibidos por la gente.
Estos casos de proyectos en
estado crítico de supervivencia, también revelan a las claras el relativo
fracaso de la convicción- formal- de que las instituciones públicas han asumido
que las políticas culturales deben cumplir un papel esencial entre las
herramientas de profundización de la democracia deliberativa. O, al menos, nos
encontramos con que una gran parte de los responsables políticos de las
instituciones, contrarios a esa tesis, están aprovechando al máximo las
condiciones favorables para eliminar cualquier posibilidad de que eso ocurra en
los próximos años.
2. La profunda debilidad estratégica del
sector y de sus representantes y sistemas de representación.
Asistimos a un previsiblemente largo periodo
de crisis. Crisis entre los creadores, cuyas generaciones no consiguen ponerse
de acuerdo en una agenda común de derechos y soluciones a sus problemas
profesionales o autorales; crisis de la distribución y de los modelos de
negocio de la cultura, crisis de legitimación y de los papeles de los
intermediarios públicos y privados. Tampoco el papel de las y los profesionales
responsables del diseño, la ejecución y la crítica de los planes y acciones
culturales deja en muy buen lugar nuestra capacidad prospectiva de la realidad,
de la que constantemente se habla en los manuales de buenas prácticas. No
acertamos en los protagonistas, en los caminos y estrategias. El estado de las
cosas y las respuestas hasta ahora dadas por quienes componen el capital
cultural activo del país, conforme a la conocida definición de David
Throsby, hacen crecer mis dudas respecto a esa convicción de que estamos en la
primera fase de la autoorganización civil de la cultura que algunos
pronostican. No importa que excelentes documentos de Naciones Unidas, como el
coordinado por Jeffrey Sachs (4), nos dibujen un panorama en el que ese
compromiso estratégico es imprescindible para afrontar el difícil futuro del
mundo con posibilidades de éxito.
3. La transformación de los modelos de
consumo y participación, y la percepción escasa de esos cambios ha traído ya al
sector cultural una parálisis propia de la primera fase de una crisis
estructural, cuyo escenario hemos de poder discernir y evidenciar de inmediato.
Si la crisis y las profundas
transformaciones están siendo vividas intensamente en la cadena de
producción-distribución-consumo, en el caso de las instituciones públicas
destinadas a la implementación de estrategias y recursos para las políticas
culturales se detecta un estado de confusión y duda, que lleva más hacia la
quietud o la melancolía que hacia la reflexión transformadora. Los ejemplos son
evidentes: La voluntad expresa o implícita de confirmación de la legitimación
social del servicio cultural como servicio público de interés general, y de sus
tareas como parte de la constitución de una cadena de derechos ligados a la
cultura, no están en las agendas del día a día de la política local. Y eso a
pesar de las indiscutibles voluntades expresadas en esfuerzos como la Agenda 21
y la constitución y dinámicas de la organización internacional Ciudades y Gobiernos
Locales Unidos (CGLU), que agrupa a una mayoría de los entes locales del mundo.
Tras
la aprobación de los documentos de desarrollo de la Agenda 21 por el Grupo de
Trabajo de Cultura de la CGLU en 2006, esos materiales circulan entre
Corporaciones locales comprometidas formalmente con la citada Agenda. El mejor
ejemplo de la escasez de respuestas prácticas puestas en marcha desde
Ayuntamientos, mancomunidades o Diputaciones es el simple comentario
descriptivo, contrastado en la realidad española, del cumplimiento o importantes. Repasando las
carencias tomamos conciencia del verdadero estado de las cosas. Por ejemplo:
Son demasiados pocos los
líderes políticos locales que en España asumen y dirigen las estrategias
culturales o intervienen en ellas. Ni tampoco se implantan en el conjunto de
las estructuras municipales mecanismos que respondan a la asunción de los
principios establecidos en la Agenda. Ni ocurren nuevos procesos significativos
de participación cívica en materia de corresponsabilidad, formulación o crítica
respecto a las políticas culturales. Ni tampoco el diseño de los planes de
ciudad contempla generalmente los asuntos culturales más que de una forma
testimonial, siguiendo sus responsables alejados de las tareas de planificación
urbana más significativas para el futuro de los vecinos.
Los mecanismos de
comunicación con la ciudadanía y el reconocimiento de las demandas de la
comunidad no parecen reflejarse más ni en los programas ni en las prácticas de
las instituciones. Tampoco son muchos los técnicos y expertos incorporados como
garantía de mejora de la calidad de la acción cultural institucional.
La integración de las
políticas de la comunicación y la cultura en un solo bloque estratégico,
conforme a lo recomendado en la Agenda 21, no se lleva a cabo y los casos de
restricción de la libertad expresiva local se incrementan. Las necesidades
formativas se restringen y la circulación vertical, entre Gobiernos
territoriales sigue sin tener fórmula ni guía, no contando tampoco todavía con
indicadores culturales consensuados ni con una agenda de intercambios
internacionales o una política de colaboración o buenas prácticas.
Eso nos lleva a la siguiente
pregunta:
4. ¿Pueden
entonces considerarse las políticas culturales cercanas, las de las
ciudades que conocemos, como insertas en el ámbito de la “gestión
dinámica” o en los postulados de la Agenda 21?
De las recomendaciones
contenidas en el documento “Consejos sobre la implementación local de la Agenda
21 de la cultura” podríamos examinar en cuantos de los muchos municipios
españoles formalmente adheridos o participando en procesos ligados a la citada
Agenda, encontramos o bien las condiciones más arriba mencionadas de
comportamiento en su estrategia o las denominadas “herramientas específicas”,
aquellas que se refieren a la estrategia cultural local, la carta de derechos y
responsabilidades culturales, el Consejo cultural y los procesos de evaluación
del impacto cultural. Y sobre todo a qué se deben las pantomimas del
cumplimiento formal de algunos de los puntos citados en muchos de ellos (estoy pensando por
ejemplo en Santander, por no citar mi propio Ayuntamiento).
Si somos rigurosos veremos
como en casos como el citado, las formalizaciones de las estrategias culturales
nacen principalmente para vestir las
condiciones necesarias para responder a la convocatoria de la Capitalidad
Europea de la Cultura para 2016. Y aún siguen vivas pro puros motivos de
táctica política. No quieren dar su brazo a torcer. Lo mismo podríamos decir de
Cáceres, Valencia, Oviedo o Málaga, por mencionar algunos disfraces parecidos
que, en cuanto se ahonda un poco, se revelan en su exigua desnudez de ideas y
principios.
Por desgracia todo apunta a
que aún hoy son muy pocas las excepciones y muy fuerte la regla de
incumplimiento. No hay pues un número importante de ciudades españolas
comprometidas con esos principios, poniéndolos en práctica (aunque sea con las
limitaciones de los primeros pasos), disponiendo de Planes Estratégicos que
sean algo más que documentos que se agotan en sí mismos, deliberando en torno a
las cartas o compromisos de derechos culturales -que tan necesarios resultan
para la ciudadanía y tan reconfortantes para los gestores, puesto que enmarcan
y justifican sus buenas prácticas- , ni creando y haciendo funcionar órganos de
consulta y debate, o, ¿por qué no?, decisión sobre las políticas culturales.
Tampoco parecen percibirse procesos de análisis crítico y evaluación de las
tareas que satisfagan mínimamente las condiciones establecidas en los Consejos
antes mencionados, mediciones de los impactos culturales de las iniciativas
estratégicas de las ciudades, ni formas de consulta ciudadana en las que la
cultura tenga un papel activo y protagonista.
5. No ha sido posible la generación de un
modelo de sostenibilidad legitimado, en el que la creatividad/innovación nacida
de la experimentación en todos los campos haya constituido un procedimiento
aceptado y compartido por la mayoría de sus actores, en los campos de las
rutinas de la gestión y los procesos de intermediación cultural.
Las acciones de las políticas
culturales pueden estar guiadas objetivamente por propósitos dominantes de
cambio o por propósitos y pulsiones principales de conservación (el “habitus”
de Bourdieu). Y nuestra realidad es que, revisando retrospectivamente las
políticas locales de las últimas tres décadas, nos encontramos con que, incluso
aquellas que se dicen diseñadas para la inclusión de la creatividad en la vida
ciudadana están creciendo, sorprendentemente, desde una perspectiva
conservadora, temerosa y limitativa que impide el desarrollo de verdaderos
procesos de cambio local.
Y la falta de estrategias de
lanzamiento y consolidación de los procesos de cambio asociados a las tareas de
las instituciones públicas, y por tanto al interés general, tras este largo
período democrático, ha consolidado unas políticas desequilibradas con
predominio claro de las políticas del patrimonio y de la difusión cultural,
pero limitando o despreciando la necesidad de mecanismos de transformación que
fueran innovando las prácticas de la cultura pública institucionalizada. Esa
deriva, consolidada tras los 33 años de ayuntamientos democráticos, ha
contribuido y mucho a la deslegitimación de los intermediarios públicos,
políticos y gestores, frente a los colectivos más dinámicos de la cultura
activa en las ciudades. Y esa pérdida de reputación, como establecen las reglas
del mundo digital, puede ser fatal para el futuro.
6. La idea del cuarto pilar de la
sostenibilidad (5), es un argumento excelente pero está muy lejos de haber
alcanzado el corazón de las prácticas políticas de nuestras ciudades.
La idea del cuarto pilar de la sostenibilidad
es un elemento de gran importancia a la hora de argumentar sólidamente en favor de la cultura como valor y como
derecho universal. Pero como ocurre con el resto de las ideas apuntadas para la
mejora de la legitimación de las políticas culturales locales (y autonómicas y
nacionales, podríamos añadir) como elementos transversales, integrados en las
verdaderas planificaciones estratégicas del territorio, ha de poder responder a
la pregunta de dónde está el peso de la cultura en el dimensionamiento
estratégico de las ciudades, y cuál es su objetivo último en ese contexto.
Y mejor que argumentar las
condiciones precarias del estado de la cuestión, creo que no sobra citar a
Philipp Dietachmair, que en la introducción de la ya citada “Guía para la
Participación ciudadana…” (pág.7) avanza sus prevenciones sobre el estado real
de las cosas hace muy pocos años, y, aun conservando un tono positivo respecto
a lo ya conseguido afirma cosas tales como que “…Sin embargo,
no ha tenido lugar un intercambio comparado de los conocimientos puestos en práctica,
ni una promoción amplia de los mecanismos para asegurar la participación
ciudadana en la toma de decisiones culturales a nivel local aplicados a un
nivel europeo general (especialmente entre el Este y el Oeste). Sin duda
su texto no hace referencia específica a la tesis del cuarto pilar, pero el
espíritu de la Guía, su origen y su desarrollo sí tienen esa idea, por lo demás
como digo, esencial, como marco adecuado para su argumentario.
7. Los Planes Estratégicos de cultura
surgen casi siempre de factores casuales que los hacen posibles pero dependen
en demasía de liderazgos temporales.
Tanto en este punto como en
el siguiente tomo como referente crítico la lectura del excelente trabajo
recopilatorio que Félix Manito (6) viene haciendo en torno a los Planes
estratégicos y a las Ciudades creativas. En los casos de buenas prácticas
podemos ver cómo las iniciativas de puesta en marcha son en muchas ocasiones el
resultado de las capacidades de un alcalde o alcaldesa, un concejal/a, un
gestor con influencia que inician, por su experiencia previa en otros campos,
la tarea de poner en marcha Planes estratégicos en materia de cultura. Pero, vistos
hasta ahora los resultados, podemos afirmar que la implantación y el desarrollo
de los mismos dependen en demasía de liderazgos temporales y que, salvo
excepciones, el cuerpo estratégico de cada uno de ellos no ha sido capaz de
integrarse en los núcleos duros de las políticas municipales, ni de hacer a los
responsables de los servicios culturales convertirse en parte del cuerpo
planificador del futuro de las ciudades.
8. Planificación cultural frente a espacio
público.
Conforme a la idea sugerente
que ya Eduard Delgado planteara hace más de una década de “planificación
cultural contra espacio público”, (como tantas de las suyas por desgracia tan
solo sugerida y no desarrollada posteriormente por otros investigadores
culturales en los correspondientes documentos críticos), ¿cuántas de las
políticas culturales nacen contando con los activos del espacio público ya
ocupado por la cultura viva y cambiante del lugar, y cuántas con el estigma del
control político o de la hegemonía cultural como máximos objetivos?
Muchas veces las tareas de
planificación cultural hacen que las políticas, los planes y programas nazcan
como contraposición o como imposición sobre un espacio cultural público preexistente,
negando su valor o su preminencia, y condenando al espacio público cívico no
institucionalizado a una labor subalterna. Por eso resultan tan artificiosos a
veces los Planes Estratégicos, a pesar de sus complejas ceremonias de
representación de la participación local, y sus constantes citas a la
democracia activa y participativa.
9. ¿Cómo hacer entonces que un propósito
estratégico en este campo sea algo más que papel mojado?
Es en esta dirección en la
que avanzo una propuesta. Muy simple pero sin duda compleja en su ejecución.
Sin nuevos avales necesarios de las instituciones (ya las condiciones del
trabajo, los objetivos y herramientas han sido suficientemente descritos en los
numerosos documentos de instituciones internacionales a los que estamos
adheridos) y viralmente posible, si se dieran las condiciones de inteligencia
necesarias.
10. La
cultura de la conversación y la conversación de la cultura.
Entre las formas posibles de
abordar la agenda pendiente, una, la de la conversación, se me viene
constantemente a la cabeza. En la literatura en torno al trabajo de
comunicación de las organizaciones culturales es frecuente encontrar el término
“conversación” aplicado a la manera más eficaz de abordar el trabajo con los
usuarios más dinámicos, los que comúnmente denominamos prosumidores. Conversar
entre iguales, dialogar más allá de los desacuerdos, avanzar en la comprensión
de las percepciones de los otros.
Hace casi cuatro siglos,
durante la transición a la modernidad en algunos países europeos se desarrolló
el formato cultural de los salones, en los que el diálogo entre diferentes
permitía procesos inimaginables doscientos años después: conversaciones entre
mujeres y hombres emancipados, de procedencias sociales muy distintas y con
opiniones encontradas, que aceptaban la posibilidad de esos diálogos para
comprender mejor su entorno, como magistralmente describe en sus libros la
investigadora Benedetta Craveri(7). Ese diálogo, que muchos pensadores han
reclamado para sus respectivos tiempos, desde Montesquieu a Richard Sennett,
por citar dos bien diferentes en el origen y el campo de acción social, y que
en nuestro espacio digital parece a veces que puede sustituirse por la limitada
capacidad de las redes, condicionadas por múltiples constricciones que impiden
los diálogos profundos y la intensidad de los desacuerdos.
El antropólogo Philip Slater,
en su conocida obra ‘The pursuit of loneliness’(8) desarrollaba hace más de dos
décadas una tesis similar respecto a las maneras de afrontar los cambios
necesarios en las culturas estadounidenses: Era (y es) necesario desarrollar un
incesante intercambio de pareceres con la diversidad de nuestro entorno para
poder encontrar las salidas desde las conversaciones entre iguales, para evitar
el predominio de los atributos de dominación que articulan constantemente las
relaciones de poder, y que mantienen la persistencia del silencio de los
subalternos, y en definitiva el continuado intento de imposición del discurso
dominante. Y ese mismo término, traducido a reflexiones sobre la acción
emancipadora, encuentra en los textos de Jacques Ranciere (9) una significación
clave. En sus propias palabras “La inteligencia colectiva de la emancipación no
es la comprensión de un proceso global de sujeción. Es la colectivización de
las capacidades invertidas en las escenas de disenso”(2010, pág.52).
Pero sin irnos tan lejos,
acercándonos a las fuentes de referencia de este trabajo, las propias Naciones
Unidas mantienen desde hace unos meses un programa, “Rio+20, el futuro que
queremos”(10), que desde su origen hace mención a la conversación como
mecanismo adecuado para afrontar el desarrollo de las propuestas de los
Objetivos del Milenio. Dialogar para avanzar, y hacerlo en toda su complejidad
y dificultades, como mejor forma para poder incorporar a la vida política,
económica y social, a los compromisos de gobiernos y comunidades, la conciencia
primero y la convicción después de que las transformaciones necesarias para una
cultura mundial de la sostenibilidad, del reequilibrio social y de la
consolidación de los derechos individuales y colectivos, necesita de procesos
pautados y pactados en los que ese mecanismo de la conversación sea el hilo
conductor y el procedimiento sistemático.
No se me ocurre que, ni por
el espacio limitado de esta nota ni por mis propias limitaciones, pueda
desarrollar aquí un asunto de tanta importancia con suficiente rigor y
referencias. Pero creo que en las actuales circunstancias de la vida cultural española,
el de la conversación sería un camino que hemos de explorar a fondo. Y trato de
explicar por qué.
En los puntos anteriores he pretendido
mostrar cómo, pese a la existencia evidente de razones y referencias
internacionales, los caminos del desarrollo de políticas culturales capaces de
ejercer un papel transversal en la realidad cercana, la local, están lastrados
por multitud de realidades que tercamente niegan esa posibilidad. Ni hay una
clase política consciente de la fuerza y la importancia de esa cultura fluida,
que hace más permeables los procesos en distintos campos de la realidad social
de las comunidades, ni entre los dirigentes económicos y sociales se percibe
que los valores transformadores que los derechos culturales ofrecen sean
deseables para sus objetivos a medio y largo plazo, ni los actores principales
de la cultura, creadores, distribuidores, intermediarios y usuarios, perciben
de forma nítida la urgencia o la prioridad de hacer real lo que está en el
papel. Como dije antes, creo de verdad que son excepción las Corporaciones
Locales que, habiendo firmado y confirmado sus compromisos para con la Agenda
21 de la sostenibilidad y la cultura, tienen intención real de llevarlos
adelante (y, por desgracia, son cada vez más incontestables las señales de ese
desprecio o desconocimiento, al menos en los lugares que conozco de nuestro
país).
Así pues la creación de las condiciones
para la aplicación de esos compromisos formales requerirá un tipo de soluciones
y de mecanismos que no pueden dejar en manos de los actores tradicionales de
las políticas culturales la solución del problema. Y, si somos conscientes de
la necesidad de la incorporación de los nuevos actores sociales activos, esos
prosumidores que generan sus propios espacios de diálogo pero que siguen
desconectados de los mecanismos limitados de representación que la vida
política y social mantiene todavía vivos, nuestra voluntad corre el riesgo de
no encontrar procedimientos adecuados entre las formas habituales de trabajo de
las instituciones.
Por eso los signos reclaman
conversación y de forma inminente. Por eso las acciones que cuelgan de los
Planes Estratégicos de Cultura no pueden seguir dependiendo de las rutinas que
en ellos se definen formalmente: Hay que volver al principio. Y recuperar la
ambición de los principios solo es posible ejercitando una transversalidad
adecuada, que no necesariamente nace de la aplicación mecánica de esas rutinas,
sino de la lectura inteligente de las cambiantes dinámicas que se entrecruzan
en las vidas y las culturas locales en cada lugar.
Instituciones
internacionales, comunidades y países han ido formalizando en este último medio
siglo largo, seguramente de la manera oportuna, los conceptos básicos de la
ciudadanía cultural para que su ejercicio pueda provocar una profundización en
la dinámica democrática. Y también se ha hecho ese trabajo de definición y
propuestas allí donde corresponde, en lo más próximo, en los municipios, los
barrios, las comunidades. Y el acierto de estas estrategias resulta en un
paisaje de lugares mucho más iguales cada vez, en territorios muy alejados en
apariencia. Y ahora, ante la situación
crítica que atraviesan muchos de los derechos que creíamos consolidados, vemos
que la legitimación de esos compromisos adquiridos exigirá repensar como
defenderlos y actuar en consecuencia.
La economía y la sociedad postfordista
facilitan una fluidificación de las conversaciones entre iguales, y vemos cómo
la similitud de los problemas estructurales, desde las dificultades para los
plenos derechos de género hasta las crecientes desigualdades sociales y las
quiebras y exclusiones de los procesos de digitalización comercializados,
acercan a colectivos con ambiciones aparentemente diferentes. No podía imaginar
hace dos años, por ejemplo, que un pequeño suceso cultural como el cese de un
Director de un festival de Cine originara movilizaciones en la red y en la
calle de la importancia de las que veo casi cada semana. Y movilizaciones no
dirigidas por nadie, crecidas al calor de los iguales que se empoderan y son
conscientes de ello.
Esas pequeñas cosas me hacen
pensar que lo que Teixeira llama “disposiciones
antihábitus”, esa disposición estética, filosófica y psicoanalítica, está
creciendo entre comunidades desde distintos orígenes, de forma rizomática. Y
quienes dedicamos nuestro tiempo a pensar o a trabajar en el campo de las
políticas culturales tenemos que aprender de esos procesos, acercarnos a su
origen y participar en sus a veces difíciles diálogos. Porque si nosotros no
pensamos de otro modo nos veremos como el Angel Nuevo que citaba Walter
Benjamin, mirando atrás y cegados por el viento de la historia.
NOTAS.
(1) Teixeira
Coelho, José (2009) El concepto de
cultura en la política cultural. Apuntes del curso UOC/UDG/UIB. Pág. 27.También
pueden encontrarse descripciones más detalladas del concepto en Teixeira
Coelho, (2009) Diccionario Crítico de
Política Cultural. Cultura e Imaginario. Gedisa Editorial, Barcelona.
(2) Fundación
Realidades Avanzadas RRAA (2007) Deslumbrados
por la Democracia. Dvd/cd. Editorial Conservas.
(3) Pascual
i Ruiz, Jordi y Dragojević, Sajim con
Dietachmair,Philipp (2007) Guía para la participación
ciudadana en el desarrollo de políticas culturales locales para ciudades
europeas. Fundación Europea de la
Cultura, Fundaciò Interarts, Asociación ECUMEST.
(4) Sachs,
Jeffrey D. (2005). Invirtiendo en el
desarrollo: Un plan práctico para conseguir los Objetivos de Desarrollo del
Milenio. www.un.org/millenniumgoals/
(5) Hawkes, Jon. (2001). The fourth pillar of
sustainability: Culture’s essential role in public planning. Cultural
Development Network & Common Ground Press.Melbourne. Se puede consultar un
sumario en http://www.culturaldevelopment.net/downloads/FourthPillarSummary.pdf
(6) Manito,
Félix (coord.) (2008) Planificación estratégica de la cultura en España.
Ediciones y Publicaciones Autor. Madrid.
(7) Craveri,
Benedetta (2003) La cultura de la
conversación. Ediciones Siruela. Barcelona.
(8) Slater, Philip (1990). The Pursuit of Loneliness. American culture at its breaking point.
Beacon Press.
(9) Rancière,
Jacques (2010). El espectador emancipado.
Ellago Ediciones. Castellón. Rancière,
Jacques (2003) El maestro ignorante.
Laertes. Barcelona.
(10) UNO:
Rio+20: The Future We Want. Consultado
en la web el 03.02.2012. Información
adicional en la dirección http://www.un.org/apps/news/story.asp?NewsID=40481&Cr=sustainable+development&Cr1
Es increíble la verborrea que utiliza este señor, alunas veces no se le entiende nada, pero cuando se le entiende mucho peor porque dice exactamente lo contrario de lo que hizo cuando fue Viceconsejero de Cultura del Principado de Asturias, justamente hasta la anterior legislatura.
ResponderEliminarEmpezando por el título, que reivindica un derecho a la conversación que nunca practicó desde su posición de poder. Pero siguiendo con las políticas culturales municipales que él trituró desde su cargo, haciendo desaparecer lo poco que quedaba de los programas de cultura para ayuntamientos: Asturias Cultural, Agenda Musical Asturiana..., dejó temblando (o tiritando) al Circuito Asturiano de Teatro Profesional, hizo desaparecer la joven orquesta sinfónica de Asturias, vapuleó la política de bibliotecas municipales... y para qué seguir?, pero si alguien quiere profundizar que compruebe la trayectoria de su ojito derecho: Laboral, que acabó siendo programado por Jose Luis Moreno, sí, el ventrílocuo.
Pues ahora este señor se dedica a dar lecciones de políticas culturales, y lo que es peor, hay alguien que le paga por ello... que somos todos.
En fin, que les aproveche.
Alberto Méndez
Gijón